8.1.09

Dysphoria.


«Abêtissez vous!», frase de Blas Pascal


El impertinente escándalo de la alarma del reloj me despierta. Abro los ojos y la luz me ciega fugazmente. -Una vez más estoy aquí- pienso, - casi se podría creer en la causalidad de las cosas-. Tardo un tiempo en levantarme, me parece un trabajo atroz una eternidad, pero lo consigo. Una dolorosa sacudida recorre y castiga mis intestinos; algo como un vacío. -Debe ser hambre- me digo en voz alta para acallar el sonido, mientras me dirijo indolentemente al baño. Paro, miro mis ojos en el espejo e inevitablemente recuerdo esa mentira tan dulce que me hace proseguir con vida, resistente -y a pesar de todo-, desecho. La muerte fluye agradablemente en mí, invadiendo lenta pero firmemente mi cuerpo, secuestrándome a una existencia de resignación e indiferencia. Observo esos ojos opacos y los aborrezco. (And yet I hesitate, I hesitate to... to end). La evidencia es irrefutable: mea maxima culpa. Existencialismo puro. Me preparo para otro día, uno menos, mientras realizo todos esos detestables movimientos tan necesarios empero para proseguir. Mientras me alejo de mi reflejo, la vaga idea de que quizá no recuerde mi rostro hasta el instante mismo de volver a estar frente a él, tiene (al parecer) un efecto positivo en mí. Salgo como animado de mi apartamento y camino confiado hacia mi ineludible rutina autómata.

Amanece. Poco a poco la humanidad se despierta de su letargo. Es temprano aún pero no tanto. Los pájaros ya no asolan el ambiente con sus chillidos llenos de sufrimiento. Yo permanezco impasible (creo). El movimiento cada vez se vuelve más frenético, más brutal, puedo ver caras repletas de insatisfacción y goce. Es ineluctable. Las calles se llenan prontamente. Ruidos y olores (¿hedores?) colman mis sentidos. Recuerdo vagamente una afirmación de Freud> la ausencia de estímulos es el placer máximo. Tengo la oportunidad de olvidarme de mí momentáneamente. La fisonomía de mis congéneres describe las más variadas degradaciones. Perdiéndome en el anonimato de la multitud olvido convenientemente mi existencia. El ímpetu es sin embargo pasajero, la gente se precipita hacia el interior de las construcciones. Yo, debo seguirlos negligentemente a pesar de todo.

Una vez dentro en alguno de los muchos edificios, me distraigo en alguna de las muchas faenas. -Mi vida es un simulacro una farsa- me digo a mi mismo -no importa donde me encuentre ni que haga-, y con tan certera infalibilidad comienzo mi jornada. Otros me observan, se acercan, saludan. Mi espanto debe ser evidente, me encuentro en el infierno. Nunca he gustado de las mañanas. Solo me queda un recurso: sonrío, y mascullo algunas palabras confusas. Eso los tranquiliza, -no debo de ser peligroso- se afirman mecánicamente. Pierdo rápidamente su interés. Tras esto cada quien se concentra en su farsa personal y propia. Algunos la comparten. Los miro con reservas, desconfiado. Y sin embargo en un lapso no muy largo me uno a ellos. Es más fácil soportar a los otros que a uno mismo, diría Schopenhauer. Soy prosaico. Es sencillo serlo. Se comienza por hablar (todo lenguaje es un exceso de lenguaje) emitiendo sonidos extraños por la boca y la garganta y luego sin decir nada se capta la atención del otro. El mensaje no importa, igual no hay comunicación. Lo importante es hacer ruido y matar el tiempo. Es un juego divertido. Casi un deporte. Los alemanes llamaban deporte a algunos de los castigos impuestos a los judíos. Y al placer en el dolor del prójimo le nombran: Schadenfreude. Un concepto interesante. Esta es la forma en que utilizamos las palabras. Incoherentemente. El habla sigue un patrón exponencial, comienzas departiendo unas pocas necedades y terminas emitiendo estupideces descomunales, y riendo, con ese tipo de carcajada estridente que deforma el rostro y le dota como de cierta dignidad pedestre y grotesca. Es como estar ebrio. Es por eso que me mantengo taciturno la mayor parte del tiempo. Y aún así mi mente me traiciona. Las palabras aparecen en mi cabeza tan (o más) estúpidas que antes. Los budistas dicen que es como tener un sucio mono fastidioso, escandaloso e insistente dentro de uno mismo. Esa voz. ¿No será mi demencia? Nadie más puede escucharla, eso es seguro. Pero todos perciben una propia, esa es la regla. No hay de que alarmarse. Quizá todos estamos dementes, quizá eso es lo normal. Eso me alivia. Pero no me siento bien por mucho tiempo.

Enfrente de mí se encuentra este tipo> Tez blanca, cabello rubio, mirada estúpida, unas 6’3”, 200lb. En conjunto no es muy interesante. Es mi superior, su nombre es Marco creo. Le llaman La Mole. Es blando y suave, con piel rosada, todo él es furia y sadismo. Creo que vocifera contra mí. Algo importante debe traerse entre manos. Alcanzo a entender que desea mi trabajo. Claro, para eso me pagan, por eso estoy aquí, ahora lo recuerdo. Un buen simio apropiadamente entrenado lo haría mejor que yo. Hay muchos afuera. Debo ser precavido, sin embargo no es muy complicado. Si algo he aprendido bien es que nada es demasiado difícil con suficiente práctica. Quizá ser matemático. Entrego algunas de las interpretaciones de las series de Pfund del infrarrojo y el análisis del espectro RMN que me encargo, con un informe bastante completo, uno impecable. No le satisface. Ese es su trabajo, ser quisquilloso, no mostrarse fácilmente satisfecho. Siempre debe exigir un poco más de sus subordinados, sus jefes le observan. Invento algunas excusas no muy convincentes pero difícilmente disputables para calmar su ira. Soy bueno en ello. Ahora el me observa, me siento incomodo. Arguyo no se que desbarro sobre el clima y lo guapa que esta la nueva ingeniera de la sala F. Eso termina por convencerlo. Regresa por donde vino un poco desconcertado, me parece escuchar un gracias. El desdichado descargara su cólera con algún otro pobre diablo, uno desprevenido. Casi siento lastima por él.

Es evidente que es más fácil conocer a alguien mirando sus facciones que escuchando sus palabras y diatribas. Es sorprendente la manera en que un semblante se ajusta a una personalidad. Es por eso que odio mi expresión como muchos otros. Por eso necesito reflejarme en los ojos de otro, como en un espejo, para conocerme. Porque no sé quién soy. A veces me miento, me convenzo de que puedo ser descrito con palabras. –Eres infeliz. Tienes un trastorno, estás enfermo - me digo. Pero no, los vocablos no se ajustan a las cualidades referidas. Toda esta palabrería inútil en mi cabeza no me ayuda a comprenderme. Hace exactamente lo contrario: complica las cosas. El tiempo se esfuma con tan fructíferos pensamientos en la oficina. Es así como mi vida transcurre normalmente. Uniforme, estúpida e inútilmente.

3.00 PM Lunch Time. 45 min. Salgo de mi cubículo y me dirijo a una pequeña especie de restaurante que está cerca. El lugar es horrible, insalubre. Alcanzo a percibir un aroma anormal, pero no importa la comida es deliciosa. La mayoría de mis compañeros están ahí, muy animados. Comer es un evento de mayor magnitud en la existencia humana, la gente se alegra momentáneamente, en nuestro sistema nervioso central se liberan las substancias adecuadas para que así sea; es casi como estar drogado, los paladares se atestan con saliva, los estómagos vacios pretenden llenarse atiborrándose de comida, las pupilas se dilatan… Definitivamente no es un espectáculo muy agradable. Se puede respirar una felicidad más o menos insana en el terreno. A pesar de todo, hay que alimentarse. ¿No? La necesidad es siempre imperante inagotablemente tentadora. –El hambre no solo es menester, es además deleite, placer- incisivamente me recuerdo. La voluptuosidad del dolor. De pronto me invade la sensación de culpa. Un sujeto me empuja y me hace dejar de lado instantáneamente mis reservas. Farfulla en broma (creo) algo sobre mi ineptitud. Sonrió o trato de hacerlo. Mi rostro se deforma. Creo que le asusto. Nos sentamos en bancos alrededor de una barra que rodea lo que parece ser una cocineta. Yo tomo un lugar no muy cerca de nadie. Ninguno habla conmigo, o no mucho. Se forman grupos relativamente homogéneos. Pido un pedazo mediano (200gr) de carne magra y veo como el pequeño tipo con aspecto asiático la deja caer en una especie de sartén con aceite hirviendo. El golpe desprende una fumarada, el olor es nauseabundo, no puedo evitarme pensar en la suculencia del platillo. Atrás del tailandés hay otro cocinero, y al otro extremo en la caja un pequeño hombrecillo con rasgos también orientales. Todos le dejan en paz. Nunca habla, su rostro es también silencioso. La mayoría lo creen retardado. Podría ser un genio. Su vida como la de muchos otros no es muy atractiva. Se sienta cerca la máquina registradora mirando serenamente el vacio, impávido, mientras la TV cerca de él vomita su mierda. Su lugar es el único rincón apacible en el establecimiento. Engullo vorazmente el trozo de carne con un poco de arroz y salsa puesto frente a mí mientras observo la televisión: noticias, el perpetuo recordatorio de nuestra miseria y la de nuestro mundo. No disfruto mi comida siquiera, la trago velozmente, se que más tarde me provocara indigestión. Antes de irme pago la cuenta. El pequeño hombrecillo mudo toma mi dinero, lo observa, me observa, y pronuncia las siguientes palabras:

El castigo es proporcional al pecado.
¿Pero cuál pecado?
El único pecado es haber nacido.
Luego el castigo será enorme.


Me es arduo casi imposible regresar a trabajar. El tiempo en la oficina pasa lento pero sin relevancias. El día va consumiéndose dirigiéndose irremediablemente a su ocaso. Los cuartos van vaciándose. Algunos se dicen adiós. Alguien apaga la luz. Me encuentro sólo de pronto en la penumbra. Salgo ya muy tarde del edificio. El paisaje que veo es de una belleza execrable. -Las masas de aire frio nos aplastan y el calor nos abandona, el gélido viento que me azota es una consecuencia de ello-, susurro como sofocádamente. Maldigo mi existencia corpórea y a dios cautelosamente, en vano. Mi cuerpo es un recuerdo constante de mi flaqueza. Su decadencia es gradual pero perpetua, consistente. Puedo confiar en que su incompetencia será cada vez mayor. En ese momento quisiera morir. No sé cómo regreso a casa. Involuntariamente supongo.

Me encuentro en el balcón de mi apartamento, es tarde ya, la noche es blanca, los melancólicos estratos en el cielo me recuerdan el frio y el silencio a mí alrededor. Pienso lentamente casi satisfecho en la inutilidad de mis esfuerzos y rápidamente me dejo cautivar por la idea de escuchar un poco de música. Entro y busco algo propicio [Dvorak] en el operador y le doy play. El sonido satura el ambiente de golpe y para sorpresa mía me encuentro de pronto con esta sensación en mí. ¿Alegría? No, no es posible. Un poco fastidiado me abandono al efecto de semejante trastorno. –Esto es casi una fiesta- me digo a mi mismo casi como para ocultar la soledad que me rodea. Miro mi cuarto /un espacio inundado de caos, ecos y sombras triviales/, las paredes que me envuelven y me atrapan, y rio sin mucha convicción, rio con auténtico convencimiento. “Solo el hombre sufre tan profundamente en la tierra que se ha visto obligado a inventar la risa “. El rictus de mi cara se desvanece lánguidamente con la cita. La situación tiene un aire como de tragedia. De tragedia mediocre, no de la verdadera tragedia griega, nietzscheana. Medito en la hermosa Melpómene ligeramente, con burla. Cedo. Cerca de la ventana por la que se filtra la muy necesaria luz hay una mesa y en ella unos cuantos libros. Hamsun, Landau, Beckett, Foucault, etc... Ninguno de ellos terminado. Tarea que me recuerdo irrealizable, inhumana. Tomo uno de ellos y leo negligentemente el titulo> Malone meurt. Retrocedo resignado mientras reflexiono irónicamente en la inefable superioridad de la nada. In vacuo. La laptop expulsa metódica y bestialmente su ruido, la oscuridad se vuelve más profunda, mi desesperación más impalpable. Busco mi pipa y un encendedor. Antes de hacer arder la celulosa reflexiono mis actos, especulo; sin embargo el resplandor de la flama evita en mí de pronto cavilaciones tan infaustas, restituye en mí la áspera esperanza. El humo se eleva conmigo hacia lo etéreo.