I'll join with black despair against my soul,
and to myself become an enemy.
(SHAKESPEARE, Richard III.)
and to myself become an enemy.
(SHAKESPEARE, Richard III.)
Me hiere la idea de estar solo. Y sin embargo no me importa. Estoy rodeado de personas. Conocidos anónimos, con vidas ocultas como la mía. Rostros que reconozco todos los días, inexpugnables. ¿Qué pensamientos llenaran sus cabezas? ¿Cuál será su excusa, su disculpa para justificar su existencia? Es sencillo imaginarla> No tienen ninguna. Viven atareados, embrutecidos por las necesidades, los deseos.
Leo a Cioran>
”He querido suprimir en mí las razones que invocan los hombres para existir y para actuar. He querido llegar a ser indeciblemente normal, y heme aquí en el alelamiento, en el mismo plano que los idiotas y tan vacío como ellos.” [1]
¿A qué conclusión puedo llegar?
¿A qué conclusión puedo llegar?
La estupidez humana no tiene límites, al menos eso dijo alguna vez Einstein, es infinita. Semejante afirmación invita inevitablemente a la desidia. ¿Qué puede ser de un hombre agobiado bajo el peso de semejante verdad, y que día tras día tiene oportunidad de confirmarla? La respuesta más factible por supuesto es la indolencia o la desesperación. Sin embargo no descartemos tan rápidamente la profundidad de esta sentencia. La estupidez en cada hombre tiene raíces tan abismales que, sin importar toda la evidencia acumulada en una vida, la suma toda de su experiencia no es suficiente para evitar que el sea participe activo de ella.
Desear. El acto más infame en la historia de la humanidad. La más simple alusión al querer nos compromete. Nadie puede justificar una posición inconforme ante la vida sin una bala en el cráneo de por medio. Las palabras y las letras no son más que una patética exhibición de descontento insulso. De nuestra garganta no deben surgir voces, sino gritos, estertores agonizantes como reclamo valido a nuestra insatisfacción. Si al menos estuviéramos seguros de nuestros anhelos, por otra parte… La vida como fenómeno presente es insoportable, solo en la idealización de un [(mejor)] futuro podemos tolerarla. No deseamos morir, eso es seguro. Hace ya tanto que hubiéramos completado la tarea.
Hay pocas cosas que inspiren tanta pretensión del humano como su cultura, su inteligencia. El humano estúpido tal cual es, no es más que un animal. Un simio y nada más. Carece de origen y/o destino divino. La especie completa podría desaparecer y con ella toda su fatuidad, y el cosmos permanecería inmutable. En todas sus facetas el humano es capaz de caracterizarse por esa presunción absurda. Desde el individuo más insignificante hasta un complejo organizado como lo es un estado, una raza. Todos nos creemos importantes… Intrínseca petulancia, pestilencia del ser.
Existen cientos de filosofías, religiones, perspectivas, revelaciones, que reclaman la solución al problema de la vida (¡¿qué problema?!), que proponen un Weltanschauung. Pero deberíamos tomar en cuenta que una pregunta abierta, como lo es el sentido o importancia de la existencia, nos permite plantear cualquier respuesta por absurda o incoherente que pueda ser. Cualquier vulgaridad, imprudencia, o sandez puede ser formulada para su solución.
En ningún momento el hombre es tan engreído como cuando se atreve tímida o jactanciosamente a exponer una solución a esta interrogante. El momento cumbre de su estupidez es este, o quizá más probablemente aquel en que se convence, o convence a los otros de la autenticidad de su tesis, de su alegato. Es como si en ese momento fuerzas ocultas, prepotentes, terribles, se burlaran de las capacidades intelectuales del hombre, permitiéndole el recurso a la imbecilidad para salvaguardarle de la astenia producto del nihilismo.
Es claro también, que no nos importa la verdad. En la medida en que una mentira se ajuste a nuestras necesidades la preferimos sobre la franqueza. Es así como logramos sortear la consciencia de nuestra nulidad.
Cito a Nietzsche>
“En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inaudito como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad.” [2]
Estupidez, mentiras, necesidad, pedantería. La existencia está repleta de podredumbre. Basta una mirada a las ciudades, parodias patéticas del infierno. Y el humano ¡ay el humano! El pobre infeliz condenado a sobrevivir en ellas. Y sin embargo el grotesco apetito, la insana avidez de vida por encima de todas las evidencias. El deseo es inmortal y universal. La libido es suficiente para excusar la abyección humana, la bajeza de su condición, lo inconcebible e insoportable de su situación, la ambición suficiente para condenar al hombre al fracaso. Se dice de los epilépticos que durante el clímax de sus convulsiones alcanzan una revelación ignota para el humano promedio: Todo está justificado, la miseria, el odio, el sufrimiento, la perfidia, la ignominia, la perversión, la estulticia, todo está justificado. Lástima que tal conmoción sea solo fugaz y efímera.
Kierkegaard>
“Lejos de consolar al desesperado, el fracaso de su desesperación para destruirse es, por el contrario, una tortura que reaviva su rencor, su ojeriza; pues acumulando incesantemente en la actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse, de aniquilarse, ni de deshacerse de su yo.” [3]
Coqueteamos con la imagen de un suicidio, con una autoinmolación tan atroz como la de un esquizofrénico, con la idea de una apoteosis trágica para esta vida fútil y vana, y no logramos nunca abstraernos de las palabras y de la realidad. Nada tan sencillo como un suicidio, nada tan natural y nada tan inconcebible empero.
[1] Brevario de Podredumbre. Emile Cioran.
[2] Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Federico Nietzsche.
[3] Tratado de la Desesperación. Søren Kierkegaard.
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